La narrattrice está sumida ya en el caótico devenir del comienzo de curso, pasando listas, conociendo nuevos niños, rellenando informes, haciéndose la sargenta, preparando programaciones, supervisando libros de texto, intentando no asustar a los del año pasado con lo que se les viene encima, seleccionando exámenes para un diagnóstico inicial, haciendo pesquisas sobre la personalidad y circunstancias familiares de los alumnos... En fin, las tareas burocráticas propias de la
LOGSE. Pero como veo que mi (escaso) público lector me reclama con fervor, me lanzo a la tarea. Prometo hablar sobre causas posibles y plausibles de
DIVORCIOS EXPRÉS, pero eso será otro día. Hoy me queda todavía una tarea pendiente.
Ya quedó muy atrás el recuerdo del veraneo. Eso sí, de Pablete me acordaré toda la vida; y de la
quinquifamilia en la que el
quinquipadre mantenía a sus tres niñitos bajo supervisión a través de un silbido bastante peculiar (agudo, hacia adentro, como el que suele usar el Esposo cuando estoy lejos y no quiere gritar, que es el mismo silbido que utilizan los
pancetari, por poner un ejemplo, o cualquiera de la pandilla cuando te quiere llamar a lo lejos). Lo curioso es que el
quinquipadre largaba su alarido como si se tratara de la llamada del animal de la selva, e inmediata e instintivamente, desde la otra punta del aeropuerto, era respondido con el mismo
quinquisilbido por parte de su cachorrita de cuatro años. ¡Cómo silbaba, la niña!
Si es que todo se aprende. Por eso el macarra con moto del que hablaba Mario el otro día tendrá, aparte de una predisposición genética al
macarrismo, una gran parte aprendida de sus progenitores, al igual que la tendencia al
quinquillismo de los niños susodichos.
Y siguiendo con el tema de la mala-educación, y antes de meterme a fondo con el curso escolar, recordaré, para los que se quedaron con la incertidumbre, el viaje de vuelta de Lanzarote, donde nos volvió a tocar otro niño insufrible, pero esta vez mucho peor que Pablete. Para empeorar las cosas, nos colocaran en la parte trasera del avión, sobre el tren de aterrizaje, por lo que la tendencia al vómito se duplicaba considerablemente. El Esposo, inteligentemente, se calzó los cascos del mp3 en cuando despegamos y se sumió en un mar de música y evasión. Cuando hubimos de aterrizar, entendió la cara desencajada que yo había manifestado durante todo el vuelo. Se había sentado a nuestro lado un pseudo-manolito-gafotas que se había tirado las dos horas del vuelo con un pito en la boca. Ni si quiera se le veía, porque lo llevaba encajado debajo de la lengua, y con un ávido movimiento bucal lo hacía sonar insistentemente; ni en las chirigotas de Cádiz se escuchó nunca algo semejante.
En un momento dado, empezó a asfixiarse convulsamente como si de un ataque de asma se tratara. Yo me angustié, pensando (para mis adentros, un poco aliviada) que se había tragado el pito. Pero cuando me preocupé de su estado, el niñato se empieza a descojonar, y la madre, al lado, ídem, diciéndome con condescendencia: “Que es una broma, hombre”. Y juas juas, y juas juas. Cuando la azafata, por el interfono, solicitó la presencia de un médico entre la tripulación, empecé a ponerme lívida.
¿Sabéis por qué siempre defiendo la teoría tan sabia de que “de tal palo tal astilla”; “ves al hijo y ves al padre”, etc? Pues porque cuando íbamos a aterrizar, el padre del del pito, que iba detrás (camisa abierta, pecho lobo, porque al fin y al cabo, venimos de la playa; esclava de oro, redondez absoluta, conversación sobre el Sevilla, a voces), al paso del azafato que iba ofreciendo chocolatinas y chicles para el dolor de oídos del aterrizaje, soltó un rugido-advertencia a todo el avión: “¡Amos! ¡A coger de ahí tó el mundo, que es gratis!”
La familia se bajó del avión (y el niño pitando), atravesaron el túnel que nos conducía hacia la terminal (y el niño pitando), recogieron su equipaje (y el niño pitando) y se fueron a buscar un taxi que los condujera a casa. El Esposo y yo nos quedamos esperando la maleta observando, absortos, como se alejaban de nuestra vista, y el niño seguía pitando.
En mis peores momentos de migraña, todavía creo estar oyéndolo. ¡Dichosos vuelos
chárter! Siempre hacen que me replantee mi profesión.