viernes, 25 de abril de 2008

LO TUYO ES PURO TEATRO. Capítulo 7.

La Ohm, huelga decirlo, es el último lugar del mundo en el que una mujer podría ligar. No se te acercaría ni dios hecho hombre, pues en el trayecto ya habría sido acosado y derribado por cuanta serpiente con manzana envenenada sisease en derredor. Tampoco había muchas otras cucarachas como yo con las que charlar. Una vez se me acercó un calvo y me preguntó algo así como: “¿De dónde has salido tú?”. Sin saber si aquello era el inicio del cortejo de un pavo real o un reproche deslenguado, lo dejé plantado con la palabra en la boca: ligar me parecía una circunstancia tan desusada que no se me ocurrió darme por aludida. En otra ocasión, un chico de grandes ojos me galanteó al salir del metro, y no pude por menos que sonreírme. ¡Creo que ha sido la única vez en mi vida que me he alegrado de recibir un piropo! Qué alivio sentirse de nuevo una mujer… nacida mujer.

Así que esa vez, como tantas otras veces, me resigné a bailar durante algunas horas en la pista mientras mis compañeros de viaje bullían en ardor sexual. El trasvase salivar me había propiciado incómodas palpitaciones, pero sabía que nadie estaba en condiciones de atender mis súplicas de irnos para casa. Me pedí otra copa en la barra y me aburrí un rato más.

Poco a poco comencé a rayarme. Borboteaban en mi mente desquiciados análisis de mi situación personal, que se confundían con algunas resonancias literarias: a ver qué coño pintaba yo en Madrid, doblando jerséis en unos almacenes textiles y con una inútil licenciatura decorativa bajo el brazo. Sin dinero, sin confidentes y con un incierto porvenir por delante. Agradecía eternamente a la Diva su generosidad al abrirme las puertas de su casa, cuarto y catre. Pero sabía que su tiempo era lo único que no debía pedirle. Ella no podía ocuparse de mí, aunque quisiera. Se comía cada uno de sus días vorazmente, a dentelladas secas y calientes, atragantándose, por no perder ni un minuto de su apoteósico renacimiento.

A pesar de sus ausencias, no dejaba de velar por mi bienestar. Siempre me guardaba alguna conversación trasnochada y me curaba las heridas que a veces me traía arrastrando, con pesadumbre, del metro o del Superplus. Las novelas policíacas de Lorenzo Silva me aliviaban de la melancolía de los trayectos; y las risas que nos echábamos en mis ratos de insomnio, cuando Divina regresaba de la noche, sofocaban mis malos ratos. Así me iba resignando. Porque, en ese piso de resurrección, llorar no era una opción. Las trifulcas maritales de la Fefa o la Yanqui, la impasividad del Fernan, la precariedad laboral, la incomunicación familiar y el abandono… se resolvían todo en un ceñidísimo vestido negro o en el éxtasis de un beso.

La mari que, en solidaridad con mis compañeras, había germinado dentro de mí, me hablaba al oído, calzada con plataformas de charol y medias de rejilla: “A lloriquear a tu casa, rica. El tiempo de la marginación y la renuncia quedó atrás, en el pueblo ese del que nos vinimos, ¿lo recuerdas? ¿De la mediocridad, te quejas? ¿Acaso de la incertidumbre? Aprovecha el momento, mona, que aquí estamos de paso”. ¡Qué inútil se me volvía ahora tanta investigación filológica, si no era capaz de cazar al vuelo una manifestación tan elocuente del carpe diem!: Coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto antes que el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre.

Suspiré y agoté lo que quedaba en la copa, aterrizando desde mis divagaciones hasta la barra de la discoteca en donde me encontraba acodada. Me dirigí a la pista de baile. De pronto, un pasillo de gente empezó a formarse en hilera, desde la puerta de entrada hasta el lugar donde bailaban, sin medida, Divina y sus secuaces, el Fernan y el presentador de Caiga quien caiga. La muchedumbre miraba con fascinación y sin discreción a la recién llegada. No había duda. Era mi amiga Lola, que por fin aparecía, tres horas tarde. Y su esposo, detrás.

Se zafó de él con habilidad y corrió a zambullirse directamente en la pista. Derrochó besos por doquier, de los cuales alguno seguro que me resbaló por encima, aunque no me diera mucha cuenta. Enseguida se vio acorralada por la mole humana que, entre atolondrada y seducida, la alababa como a una diosa. Mi amiga Lola siempre ha causado una gran atracción irracional allá donde sus tacones la condujeran.

Apenas me dejaron intercambiar una palabra con ella, toda la atención de la concurrencia se centraba en el vestido de raso color oro de lujo, con talle bajo el pecho y escote palabra de honor que, a duras penas, podía disimular un turgente embarazo a punto de expirar. Iba monísima. Se elevaba sobre unas sandalias atadas al tobillo de, al menos, 10 centímetros de altura, que causaban la envidia del personal. El público aceptaba con naturalidad una enorme barriga preñada que respingaba al compás de la música, pero se maravillaba con el glorioso vestido de Pedro del Hierro, el memorable bolso de firma italiana y los zapatos exclusivos rematados con pequeños detalles de cristal de Swarosvski. Los buitres empezaron a manosear las telas y a interrogarla cual paparazzi ávidos de carnaza; y ella, como si tuviera la obligación de atender a sus fans, respondía con serenidad, sin poder ocultar cierto regusto narcisista. Se oían en torno grititos de fascinación, adulaciones y agasajos. Vamos, que no la despelotaron allí mismo porque ya se hubiera encargado el escolta conyugal de desplumarlas a todas y hacer con las sobras un escabeche de gallina.

El hombre, entretanto, aunque acostumbrado al efecto Evita Perón que solía ejercer su mujer sobre las masas, apuraba su copa, más tenso que un viento de alambre y sin quitarles ojo a la plebe de carne depilada que lo acechaba con disposición. Gotas de sudor frío le caían por la frente. Se mantenía rígido, con los puños agarrotados y el culo bien pegado al asiento, no fuera a ser que alguna de aquellas descamisadas lo pillara en un renuncio. Su única arma de defensa era beber con fruición para emborracharse lo antes posible y así no tener que velar con demasiada perseverancia por sus valores tradicionales. Era un pececillo, asustado y bravucón, fuera del agua.

No recuerdo mucho más. Sé que en algún momento, Lola anduvo descalza, al rescate de un zapato que alguna cenicienta avispada le había tomado prestado. Sé que aluciné bastante con la escena. Sé que reímos a mandíbula batiente y que después solo me quedaba una vaga idea del instante en que llegamos a casa. Me recuerdo sentada, en el borde de la cama, enfundada en mi pijama corto de satén rosa, compartiendo un cola-cao curativo con Divina, que me resumía los estragos de la noche desde sus modernos slips de H&M. Sin darnos cuenta nos fuimos quedando dormidas, buceando entre las ensoñaciones de la borrachera y la rabia de tener que currar al día siguiente.

Balbuceo.

Confusión.

Sopor.

Sueño.

Dos horas después sonó su móvil. Eran las diez de la mañana. Divina permanecía inerte, encharcada en sudor, en su lado de la cama. El rinrineo del teléfono me desveló. Le pegué un codazo.

- Diva, el móvil. Apágalo. ¡Diva! ¡Divina!

Me desperté completamente. Divina roncaba desde lo más profundo de sus oníricas mazmorras. El teléfono no cejaba en su empeño. Miré la pantalla: la Fefa.

- Joder, Divina, te llaman por teléfono.

Conseguí que reaccionara, tomó el aparato y replicó con voz pastosa. Le reñí con autoridad:

- ¿Será posible que todavía contestes al maldito teléfono? Pégale un puñetazo y vuelve a dormirte, leche.

Se restregó los ojos, se enredó con las sábanas antes de poder levantarse torpemente, cerró la puerta del cuarto y se tumbó en el sofá del salón a hablar con la Fefa.

- Es que hay que fastidiarse. Joder, Divina, te estás deshidratando, tienes la cama empapada –rezongaba yo desde el dormitorio.

Aparté las sábanas hacia su lado, desenvolví otras limpias y las estiré en el mío. Volví a acostarme, pero ya no pude conciliar el sueño. Estuve dando vueltas hasta que, a la media hora, regresó la bella durmiente. Me miró impasible, con ojos psicodélicos:

- La Fefa, que ha vuelto a discutir con Osvaldo.

- Bueno… Ya estamos.

- Se han zurrado.

- Puaf.

- Lo ha echado de casa.

- ¿La Fefa?

- No, Osvaldo.

- ¿Osvaldo ha echado a la Fefa de su propia casa?

- Sí. Ya sabes que es generosa hasta ese extremo. Se ha ido a un after, total, no tenía otra cosa que hacer. Se ha juntado con el Fernan y se ha puesto más a gusto que agustín. Ahora está que se sale del pellejo y no hay quien se la lleve. Ah, y dice que acaba de ligar con un tío. Y no sabe si irse a pasar la noche con él. Por eso me ha llamado.

- No me lo puedo creer. ¿Y el ligue este es actor famoso también, como el de la semana pasada?

- No sé, pero es otro mulato.

- Es impresionante.

- Ya. Me voy a dormir, aún tengo unas horas antes de entrar a currar.

Cerró los ojos y durmió. La odié. Me levanté, saludé al armario ropero que salía a correr un par de kilómetros. Me extrañé de que estuviera despierto tan temprano. No quise pensar. Me di una ducha. Desayuné. Me tomé un ibuprofeno. Y me quise morir.

Continuará.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Ay, ay, dónde quedaron esos tiempos en los que una se podía pasar la noche de jarana y al día siguiente estudiar o currar como si nada; como mucho, con un leve resaquilla... La descripción de Lola, ni el/la mejor estilista de "Vogue". Genial, como siempre.

Anónimo dijo...

ufff estoy super enganchado....je je je ej que caña

Anónimo dijo...

Bueno, como siempre la historia no me ha decepcionado nada. Muy buena la descripción de Lola. Buenísimo todo!!

Besos.

MALAVENTURA dijo...

genial

Anónimo dijo...

Veo que te movías como pez en el agua en esas discos de la capital, pues nada este sábado nos vamos "al Ibiza", a ver como sobrevives en esa fauna, jajajaja.

La Narrattrice dijo...

Ay, hijo, ¡juventud, divino tesoro, te vas para no volver!

Anónimo dijo...

Me ha encantado este capítulo,y está claro q la ohm no tenía desperdicio, tenía q ser la caña!

Ahhh, q no se te olvide: "lo mejor está por venir", jaja.

Anónimo dijo...

Que fuerte, de dónde ha salido esa Lola!!!!, me ha encantado este capítulo.
Un besazo