viernes, 12 de diciembre de 2008

LO TUYO ES PURO TEATRO. CAPÍTULO 11. Algunos meses después.


Cuando el Fernan se levantaba de la cama que antaño había sido del Armario Ropero, ya hacía horas que la Yanqui había madrugado, se había afeitado, perfumado, engalanado con su traje de chaqueta barato del trabajo, desayunado unas magdalenas con cola cao y encaminado sus pasos cuesta abajo hacia el Corte Inglés de Princesa. Estaba pensando en dejar el curro. Así que le había dado su currículum a Divina para que la enchufara en la tienda de ropa donde ella trabajaba. En poco tiempo cambiaría la corbata y los zapatos de cordones por deportivas y pantalones estrechos. Se sentía liberada, feliz, jovial. Tenía ganas de de empezar a ser otra Yanqui. Más accesible, menos avejentada. Últimamente respiraba el mismo aire contaminado que siempre, pero lo hacía hinchando los pulmones con satisfacción, con holgura.

Recordaba con humor la mañana en que el Armario le dijo que estaba cansado de trabajar en la sauna y que se iba a Andorra con su hermano, de camarero en un hotel. Ella pensó que un poco de disciplina (y de efectivo) no le vendría mal, así que lo dejó marchar, confiando en que regresaría con otra perspectiva de vida, más responsable. La Yanqui se refugió de la soledad conyugal en brazos de Divina y la Manolita, que la desparramaron por el ambiente de Chueca como hacía mucho tiempo que no hacía.

El amado duró en Andorra tres semanas. Volvió con las de siempre: sin dinero, sin ganas de trabajar y muerto de celos. Lo que el infeliz no había pensado es que durante esos veinte días, la separación había inoculado en su novio el recuerdo de la soltería, el deseo de recuperar la libertad. La venda de apasionamiento que lo cegaba se había ido aflojando, y bastó una nueva escena de celos para que se cayera definitivamente. Y fue de regreso de la compra, al día siguiente de su regreso, una mañana en que la Yanqui libraba. Nada más dejar las bolsas sobre la cocina, oyó a sus espaldas, de nuevo, la misma cantinela de siempre:

- Qué pasa, que no has hecho otra cosa que mirar a todos los chulazos que se te han cruzado por el camino, maricón.

La Yanqui estaba acostumbrada a esos exabruptos enfermizos, pero esta vez, la dignidad recuperada durante esas tres semanas le asaltó como un resorte, dejando salir toda la ira y la resignación que había estado conteniendo en los últimos años de relación. Frunció el ceño y lo miró con odio desde sus ojos miopes. Por primera vez no le gustó lo que veía. Ya no le estremecía su pelo rojizo, no le camelaban los ojillos chisposos, no se rendía ante los bíceps torneados. Más bien al contrario. Se despertó enérgicamente en su interior un arrebato de aborrecimiento, de tedio, de desdén. Lo odiaba, lo despreciaba. Con exasperación. Sentía deseos de abofetearle con furia. Sabía que era inútil una pelea física: el Armario lo vencería siempre, y al final acabarían en la cama con una reconciliación masoquista, como de costumbre. Decidió agarrar aquel toro por los cuernos. Se fue al dormitorio. El Armario asistía a aquel arrebato silencioso, incrédulo, y no supo reaccionar cuando la vio aparecer con la enorme maleta que apenas acababa de deshacer él mismo pocas horas antes:

- Me voy a trabajar, mariconazo. Cuando vuelva, no quiero verte NI A TI NI A TU MALETA.

Se dio media vuelta y se largó, cerrando tras de sí con un contundente portazo. Qué poco le había costado dar ese paso, y cuánto tiempo había necesitado para darlo.

Esa misma noche, el Fernan se instalaba por fin en la habitación de la Yanqui, ocupando el hueco deleble que había dejado la ruptura de aquel marimonio mal avenido. Con unas pocas noches de juerga, la Yanqui empezó a infiltrarse en el apasionante mundo de los Osos. Entraba y salía de casa continuamente, siguiendo las huellas de su hermana la Divina, dejando ambas el piso, sin saberlo, en las terroríficas manos del Fernan.

Un mediodía, la Yanqui se acercó a comer a casa. Los ratones habían muerto (y no precisamente devorados por ninguna boa constrictor), y su recuerdo había sido sustituido ahora por un inquilino felino y bigotudo de sugerente nombre. Pero en el salón seguía sin haber espacio libre, a juzgar por el caos mobiliario que la instalación definitiva del Fernan había supuesto en toda la casa. La Yanqui se aflojó la corbata y se puso cómoda. Fue hacia la cocina. Necesitaba lavar algo de ropa. Abrió la lavadora y se encontró dentro con los restos textiles acartonados de lo que parecía ser una lavadora puesta por el Fernan hacía semanas. Fue sacando el bulto de pergamino, atónita, sin dar crédito a lo que estaba contemplando. La colada estaba, efectivamente, más tiesa que un garrote, enmohecida, maloliente. No era la primera vez que el Fernan ponía una lavadora y la condenaba al olvido por los siglos de los siglos. La Yanqui gruñó, cogió una bolsa de plástico del Plus Superdescuento y metió allí todo el ajuar de cartón piedra. La dejó detrás de la puerta y puso su lavadora. Cuando terminara, la tendería con mimo y volvería a introducir dentro de la máquina la amalgama del Fernan, blasfemando para que, la próxima vez que necesitara hacer la colada, aquella bola de ropa hubiera desaparecido de allí dentro.

El Fernan pasaba de la cama al sillón. Se rascaba la cabeza, se desperezaba, tonteaba desganadamente con la guitarra, ponía un rato el TeleMadrid. Cuando tenía hambre se dirigía a la cocina, pero al ver el panorama, decidía, la mayoría de las veces, echarse a la calle a desayunar. “Me compraré una palmera en los chinos de la esquina”. Después se iba a visitar a una amiga hasta la hora incógnita de trabajar. Tras el efecto rejuvenecedor del divorcio de la Yanqui, también él tenía ganas de hacer algo nuevo con su vida. Un amigo influyente, fascinado con su cuerpo y con sus ojos, le había hablado de una plaza vacante de conserje en un organismo público, así que estaba moviendo los hilos para conseguirle el puesto. Una vez allí, con las horas muertas tras el mostrador, decidiría matricularse en la UNED y empezar una carrera filosófica.

Divina seguía con su frenético ritmo de vida. Yo ya me había marchado de Madrid y no tenía que compartir sus sábanas con nadie que no fuera un rollo nocturno. Solía aparecer por el piso bien entrada la tarde-noche, y como pocas veces coincidía con nadie, se comunicaba con la Yanqui mediante post-it amarillos pegados en las puertas de las habitaciones. Nunca su relación amistosa había sido antes tan fluida.

“Mari, te dejo encima de mi mesilla los 200 euros del piso para que se los ingreses al dueño. Recuerda que el Fernan, aunque lleva viviendo aquí desde que nos mudamos, AHORA que duerme en la cama del Armario Ropero tiene que pagar el alquiler. Que duermas bien, querida”.

“Yan, ya he entregado el currículum, me han dicho que en esta semana te llaman. Besitos y achuchones”.

“Mari, dile al Fernan que no, que no he cogido prestada su camiseta roja sin mangas, que mire dentro de la lavadora a ver si POR CASUALIDAD reside allí”.

“Yan, que la Manola y yo nos vamos este fin de semana a Londres, que me ha invitado a conocer a un maromazo. Te traeré un souvenir súper-mariquita”.

“Diva, mi primo el Juanpa viene el fin de semana. No hace falta que quites los pósters”.

“Yan, que dice el Fernan que por qué su camiseta roja sin mangas es ahora rosa y de tirantas, que si es posible que la lavadora se haya jodido, y que si tú sabes algo del tema o si no que llames al dueño”.

“Mira Mari, dile al Fernan que kdfrnqopákdgoemvnzbañrpoqamfnzmanldfjvc”.

Era tan apacible la convivencia desde la expulsión de la casa del esposo, que Divina no se imaginaba la que le esperaba aquella plácida noche de viernes, cuando llegó al hogar familiar a emperifollarse para irse de picos pardos. Abrió la puerta con su llave, como de costumbre, atravesó el túnel del pasillo, le dio una patada a un mazacote informe que estorbaba por el medio, abrió la puerta del salón, se agachó para recoger del suelo al gatito Pussy, y al levantar la mirada y el cuerpo se encontró con la Yanqui en mitad del salón, con los brazos en jarras y hecha un basilisco.

Había llegado un rato antes dispuesta a cocinarse algo, pero el poyo de la cocina parecía un campo de batalla abandonado y sangriento. Los hornillos estaban negros y grasientos. No había ni una olla limpia, todos los cazos y peroles se amontonaban por doquier, sin lavar, con restos de comida antigua repegada en bordes y fondo. Las latas de atún hacían cría en un rincón, pues no cabían más en la bolsa de basura. No había nada guardado en su sitio: los cubiertos y los vasos se apilaban en un mugriento fregadero que iba a reventar; todos los envases alimenticios estaban vacíos: el del aceite, el de la leche, el paquete de sal, el de los espaguetis. Y todos por el medio. La bayeta estaba tan tiesa y oscura como la colada del Fernan y además olía a vinagre. El fairy se había acabado. La pringue lo impregnaba todo.

A la Yanqui empezaba a salirle humo por la orejas. Echó un vistazo al salón, pero el paisaje era aún menos alentador. La mesa había desaparecido bajo los restos endogámicos que mezclaban desayunos y cenas, cancioneros de Serrat y colillas, cervezas y púas de guitarra. Parecía que nadie se percatara de aquella debacle. Al lado del sofá se había derramado en tiempos una cerveza sobre el parqué, y por no juzgar adecuado en ese momento limpiarlo de inmediato con una fregona, se había depositado encima un ejemplar de la Shangai con la cara de Jesús Vázquez en la portada, para que empapara. La Yanqui procuró en ese instante despegarla del suelo, pero se había adherido con tanta fuerza que, meses después, cuando el dueño del piso decidiera adecentarlo mínimamente para la llegada de nuevos inquilinos, el rastro imborrable de la cara del presentador permanecería allí concienzudamente, como si de una aparición espectral se tratara: era el rostro gay de las caras de Bélmez.

La Yanqui con Divina; señaló, fuera de sí, el rastro de la Shangay sobre el parqué; aludió, histriónicamente, a las tazas, platillos, cubiertos y cacerolas de encima de la mesa; presentó con desencajamiento mandibular las latas de sardinas y atunes del poyo de la cocina, y cuando su discurso empezó a ser ininteligible, masculló en voz queda:

- Pero esto ¿qué es? ¿Una competición a ver quién es más guarra? ¿Es que no es posible que kaeijgna camodakjqòdkfnjq ieutyajorkcmzañaqpan dnmakpñoigfjdhfjhdnfzh?

A falta de una tila, a Divina solo se le ocurrió decir que ya iba siendo hora de hablar con el Fernan.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Aunque parezca increíble, este tipo es Cat Stevens, actualmente Yusuf Islam,p opularísimo cantautor británico de los años 60 y adalid del movimiento hippie hasta que, tras un accidente náutico en el que se encomendó a Alá y en el que estuvo a punto de perder la vida, se convirtió al Islam y se convirtió en un musulmán integrista. Abandonó su faceta musical, llegando a vender sus bienes artísticos, como las guitarras, para fundar obras sociales.

En los años 80 apoyó la pena de muerte contra el autor de "Versos satánicos", Salman Rushdie, por lo que se le prohibió la entrada en Israel.

Actualmente ha vuelto a la música y ha recuperado algunos de sus temas, como el siguiente, que podéis juzgar en cuál de las dos versiones os gusta más: "Wild world".

Julita sigue imparable, Malaventura le va detrás, y Grávida (ahora no ya tan grávida) consigue unos puntillos más.

WILD WORD