jueves, 31 de enero de 2008

LO TUYO ES PURO TEATRO. Capítulo 3.


Resultó que el Fernan y el marido de la Yanqui habían pasado aquella inocente jornada de jueves en la biblioteca, y no en una sauna, como sospechaba (la mayoría de las veces con razón) el esposo celoso. A los dos les gustaba leer. A veces comentábamos algunos libros, de García Márquez, por ejemplo. Estas conversaciones literarias me convertían, a ojos del Fernan, en mujer pensante y, por tanto, carecía de interés erótico alguno para él. Porque el Fernan, heterosexual recalcitrante, tenía un gran éxito con las mujeres y gozaba de una habitual promiscuidad. Su vida sexual era tan fervorosa como incauta. Por su cama pasaban varias amantes distintas a la semana y ninguna permanecía en ella más de dos noches. Era guapo. Era fornido. Y eso, en Madrid, la capital del vouyerismo por excelencia, era autopista directa hacia el éxito. En una ciudad enorme, el sincretismo de razas, tribus urbanas, profesiones y roles sociales te acaba engullendo si no lo asumes como algo cotidiano. Los demás no se preguntan de dónde has salido, te miran, te clasifican, te seleccionan o te desechan. Y para poder elegir hay que mirar. En el metro, el las calles, en los centros comerciales. Y hay que imaginar qué hay detrás de unos ojos, de una sonrisa, de un pantalón. Y eso les da un morbo que te cagas.

Si para el Fernan había dos tipos de mujeres: las pensantes y las amantes; la Yanqui tenía otra taxonomía distinta para clasificarlas: las nacidas mujer… y las otras, como el Ulises. Al Fernan solo le gustaban las primeras. Así que yo, rodeada de hombres todo el día, no interesaba ni a unos ni a otros: era un ser asexuado, como los ángeles. Y vivía feliz aquella tranquilidad célibe. No creo que haya habido ningún otro momento de mi vida en que un novio pudiera estar más tranquilo de mi fidelidad. Asesinada por el cielo. Entre las formas que van hacia la sierpe y las formas que buscan el cristal, dejaría crecer mis cabellos (Poeta en Nueva York, adaptación).

Recuerdo que, nada más aterrizar en la capital, lo que hice tras soltar mi macuto, fue preguntarle a la loca por un centro de salud y por una biblioteca. Lo primero, por la hipocondría de sobras conocida por todos; lo segundo, porque de alguna manera tenía que matar el tiempo en los trayectos diarios de una hora en el metro. En el improvisado bulto de ropa que había traído desde el pueblo, no me habría cabido libro alguno, aunque hubiera querido. Me miró con sarcasmo al responder:

- Ay, mari, qué preguntas haces, ¿un centro de salud? ¿Tengo yo cara de tener algo malo? ¿Y una biblioteca? ¿A qué te crees que me he venido yo a la ciudad? ¿A culturizarme? No, hija, no. Yo te enseño Chueca, te enseño la Ohm, los afters, la calle Montera, la Casa de Campo... en fin, tú sabes. De libros y cosas raras tendrás que preguntarle al Fernan. Yo ni idea, de verdad te lo digo.

Finalmente hallé una biblioteca por allí cerca, que frecuentaba con los otros dos lectores de la casa. El marido de la Yanqui (un “marido” simbólico en aquellos años), solía encontrarse ocioso y no tenía ningún inconveniente en acompañarte a donde fuera. Su rutina consistía en: levantarse tarde, hacer algunas abdominales frente al espejo del salón para perfeccionar su narcisismo y, después de un desayuno nutritivo, lanzarse a las calles a mirar. Mirar era también su hobbie favorito: escudriñar, contemplar, descubrir, vislumbrar, suponer, observar, escrutar, vigilar, fisgar, indagar, conjeturar. Menos trabajo, buscaba de todo: tíos buenos, travestis macizas, mujeres de escándalo, lugares de ambiente, indumentarias extrañas, peinados exóticos, indigentes estrambóticos… Le encantaba mirarse a sí mismo en todos los escaparates. Era un voyeur más. Antes del mediodía llegaba a casa y leía mientras esperaba a que llegara la Yanqui y le calentara la comida. Aquella vez había tomado en préstamo El banquete. No lo leía por esnobismo: realmente le gustaba Platón. Era una paradoja más en aquel piso de vértigo: un tiarraco como un ropero que no trabajaba (nadie sabía por qué extraña razón), buja como los demás aunque sin pluma aparente, y asiduo tanto a las saunas gays como a los textos más preclaros de la filosofía occidental. Definitivamente, un expediente X. Después de comer, la Yanqui se volvía a El Corte Inglés y él buscaba a alguien con quien pasar la tarde. Y muchas de las veces ese alguien era el Fernan, que lograba siempre unos chollos de media jornada en los que se tocaba la barriga la mayor parte del día. La última vez que lo vi era conserje en un ministerio. Cómo diablos logró aquel puesto sigue siendo una incógnita para mí.

Otra pregunta sin respuesta científica era qué puñetas hacía el Fernan viviendo entre homosexuales. Porque huelga decir que al Fernan todos los gays lo adoraban. Era un bello objeto de deseo platónico para ellos, conscientes de que no podrían nunca conseguir nada más que su generosa tolerancia. Él encajaba en cualquier parte, y por eso siempre estaba invitado a todos los saraos. Conseguía acceder a las fiestas privadas, a las discotecas más selectas, al famoseo más inn de Chueca. Casi todo le solía salir gratis porque siempre había alguien dispuesto a pagarle las copas y demás golosinas de la noche, con tal de tenerle cerca para solazarse y, en un arrebato de entusiasmo musical, darle algún que otro achuchón. El Fernan se dejaba querer.

El caso es que cuando él y el armario-ropero me dijeron que ya estaba puesta la Feria del Libro en el Retiro, me lancé al cuello de aquellos dos haraganes suplicando que me acompañaran. No fue nada complicado convencerlos. Paseando por los senderos del Retiro, fui descubriendo, tras los mostradores de las casetas de la feria, a Antonio Gala, con una larguísima fila de fans, a Elvira Lindo, de Manolito por aquel entonces; a Ana María Matute, igualita que en las fotos; a Carmen Posadas, de pulquérrimo cirujano; a Soledad Puértolas y a Carmen Rico Godoy, a Lorenzo Silva, a Antonio Muñoz Molina, a Benjamín Prados... Pude verlos a todos: jóvenes y viejos, best-sellers y minoritarios, monstruos literarios y productos televisivos, a todos, a todos menos a uno. A todos menos a Umbral. Lo intenté pero me fue imposible. Se me quedó esa espinita… para siempre.

La loca me había encargado que le comprase el libro que había publicado Nacho Duato, pero ese día no firmaba, así que nos fuimos, sin comprar nada, pero más contentos que unas castañuelas. El Fernan se empeñó en que volviéramos andando, total, estamos aquí al lado, y no me quiero ni acordar de las tres horas y media que tardamos en llegar a casa. Que ya estamos aquí. Que no queda nada. Que falta solo media hora. Que en metro vamos a tardar más. Me juré a mí misma que el Fernan no me la volvería a jugar de esa manera, pero en pocos días… volvería a caer en sus redes. Porque al Fernan le encantaba hacerte andar. Pero ése es otro cantar.

Cuando llegamos, acezando, a casa, después de recorrer los varios kilómetros que conducían desde el Retiro a Fernando el Católico, a mí se me había olvidado por completo que al día siguiente tendríamos visita. La Yanqui ya se había encargado de separar las dos camas de su cuarto matrimonial y de esconder bajo llave todo indicio de pluma. Su primo dormiría en el salón, ahora ya impoluto de cualquier resquicio homosexual. Mi hermana, por pura casualidad, había decidido visitarme también ese mismo fin de semana. Así que, a la vista de que aquello iba a convertirse en el camarote de los hermanos Marx, a la loca, con la poca afición que le tenía al piso, no le resultó nada difícil tomar la decisión de pasarse viernes, sábado y domingo de fiesta, para así dejarnos la cama libre a nosotras dos. Por su parte, la Fefa tendría prohibido, bajo ningún pretexto, acercarse a menos de 500 metros al domicilio durante aquellas setenta y dos horas de alerta máxima, en que no podría producirse ninguna revelación secreta.

Con la loca de juerga, dos buenas chicas en casa, y un mulo con voz de macho como compañero de habitación, al estilo “mili”, la Yanqui no correría ningún peligro. Pobre. Lo que se tarda en planear, infraestructurar y ejecutar una trama, y en qué pocos segundos consiguen desmontarla una chica decente, su hermana, una loca borracha y, cómo no, el Fernan.

Continuará.


domingo, 27 de enero de 2008

LO TUYO ES PURO TEATRO. Capítulo 2.


(Todos los personajes y hechos relatados en esta historia son reales. Así como los lugares y la ambientación, que están inspirados en la ciudad de Madrid. Cualquier otro parecido con la ficción es pura coincidencia).

Aquel jueves llegué de Cortefiel, como siempre, sobre las 8,30 de la noche. En el salón estaba la loca viendo la tele. Se había puesto, esta vez, un vestido fucsia de lentejuelas, una peluca rubia oxigenada con flequillo y los habituales tacones de plataforma que le otorgaban a su cruce de piernas un estilo Sharon Stone nada casual.

- Hola, mari -me dijo.

- Hola, mari -le contesté, contagiada desde el primer momento por el argot de mi nueva familia-. ¿A que no sabes con quién me acabo de cruzar subiendo por Andrés Mellado? Con Fernando Colomo, tía.

- ¿Con Fernando quién…? Ay, mira, no empieces con tus cosas –protestó, sin mirarme siquiera-. Va a venir la Fefa. Por cierto, que mañana me toca picking, ya sabes, a chupar almacén por un tubo, así que me levantaré más temprano que tú. Tengo que entrar a las 7.

- No problem, tu cama es lo único grande que hay en esa caja de cerillas que tienes por cuarto. Cabremos las dos. Eso si recoges primero los veinte pares de zapatos que tienes desperdigados por el suelo. Algún día me tropezaré e iré a caer de bruces sobre el sofá.

- Pues seguro que te caes allí encima del Fernan.

Jajajajajaj, reímos las dos.

- ¿Ya conoces el “peta-móvil”?

Ante mi ignorante arqueo de cejas, prosiguió:

- ¿Ves el taburete donde estiro siempre las piernas cuando ME siento en el sillón? –me preguntó, retóricamente y exagerando sin inocencia los pronombres personales-. Ahora es SU peta-móvil. Lo va cambiando de sitio, a placer, según donde se siente. Coloca allí todos sus archiperres para fumar: el tabaco, el mechero, los chivatos de los paquetes… para, cuando llega, tenerlo todo a mano y liarse tranquilamente los petardos. Todo el día peta-móvil p´arriba y peta-móvil p´abajo. Entre el peta-móvil y la guitarra me tiene frita. Ahora le ha dado por Serrat. Essssssssssssssss que no puedo con él.

- Por cierto, ¿viene a cenar?

- Psssssssss. Imagino. Se traerá su arroz tres delicias del chino de la esquina, como hace siempre.

- ¿Y tú te harás tu sándwich de pan bimbo con huevo frito, como siempre?

- La verdad es que no debería, mari, me estoy poniendo gordísima-. En ese instante se levantaba el vestido, se estiraba el pellejo de un costado y me lo mostraba, preocupadísima- Mira la “lorza”.

- Sí, claro, la lorza.

Era un saquito de huesos, se pasaba el día de parranda (la verdad es que el piso invitaba groseramente a largarte, pies para qué os quiero), pero se quejaba de su gordura solamente para oír mis reproches maternales.

Ding-dong. La Fefa.

- Hola, maris. Smuac, smuac. Estás divina, tú, con ese pelucón rubio. Si vieras el corsé tan mono que me he comprado hoy.

- Ay, cántanos algo de la Panto, venga –rogaba yo.

Y la Fefa, encantada de la vida, se empelotaba, se aviaba una bata de cola con dos toallas de baño y, con un micrófono-bote de gel en la mano se arrancaba a cantar. Bailaba igualita, igualita que la Pantoja. Se había tragado todas sus galas televisivas (que grababa en video y atesoraba desde los 15 años) y conocía al milímetro cada gesto, cada patada a la ristra de volantes, cada gorjeo. Se me enamora el alma, se me enamora… Se subía al sofá y tiraba besos al público. Cada vez que te veo… Se golpeaba el pecho con pasión. Doblar la esquina… perfumado de albahaca y manzanilla. Saltaba al suelo de nuevo y daba vueltas alrededor de sí misma entornando las muñecas. Se me enciende la luna cuando me miras.

Yo disfrutaba de la actuación como una niña chica. Cada día me fascinaba un chisme nuevo, una postura, un modelito. Al principio temí que mi intrusismo en sus vidas coartara la libertad que habían ido buscando al huir de la opresión familiar, pero enseguida entendieron que yo no era más que una espectadora deslumbrada y curiosa.

Después del arrebato artístico se sentaba a charlar. No sé si lo he dicho alguna vez. Era ingeniero.

- Pues hoy he visto al Ulises, hacía tres meses que no lo veía. ¿Sabes que se ha puesto tetas, no?

La loca asentía, con el gesto elocuente de: “se veía venir”.

- Dice que ya no trabaja más en los bares, que ha acabao hasta el coño. Que en la calle Montera gana más dinero. De piedra me he quedao.

La Fefa, que ya me iba conociendo, me miraba entonces, lenta, sibilinamente, y se sonreía.

- ¡Anda que contigo hay que tener poco cuidado! Que luego lo vas escribiendo todo por ahí. No es bueno echarse una amiga escritora, que luego te saca en los libros y se entera todo el mundo.

Yo pensaba en Elvira Lindo, que hacía exactamente eso mismo, y me defendía:

- Tú sabes, cariño, que tarde o temprano tendré que escribirlo todo. Lo sabes porque esto no da para un libro, da para una colección.

- Pues… ¿sabes lo que te digo?… –me agarraba del brazo comadreando-: Que si vas a escribir MI VIDA, te la tendré que contar desde el principio.

Y me la contó, como una folclórica divina que estuviera narrando sus vivencias a un biógrafo insigne. Me contó la infancia de un niño feliz, pero acuciado por el indicio de la diferencia. Me contó una adolescencia difícil, como todas las adolescencias, perseguido por el estigma de su auto descubrimiento y auto rechazo. Me contó su reacción de después ante la presión social: acostarse con todas las mujeres que se le iban cruzando por el camino y después abandonarlas (la Fefa era muy guapo, todo hay que decirlo), para forjarse una reputación de macho implacable que le funcionó durante algún tiempo. Después vendría la crisálida, la metamorfosis, la huida, la libertad: el nacimiento de la Fefa.

Ding dong. La Yanqui.

Llegaba de El Corte Inglés de Princesa, que le caía a trescientos metros de casa, donde trabajaba, con bastante éxito, en la sección de Señora. Tenía un grupito de clientas que la buscaban siempre a ella para que las atendiese.

- Hola, maris. ¿Y mi marío dónde anda? –preguntaba-. Este maricón seguro que se ha vuelto a pasar la tarde en la sauna. Bueno, prepararé la cena para cuando llegue.

Se quitaba el traje de chaqueta y se ponía el pijama. Mientras picaba la cebolla, asomaba la cabeza por la puerta de la cocina, y añadía:

- Ah, por cierto. Que mañana viene mi primo del pueblo. Como es de suponer, no sabe nada.

La loca se inmutó, por primera vez. La miró asesinamente.

- Ya sabes, mona, a quitarlo todo -le contestó la otra, contraatacando su mirada con otra de: “y no hay más que hablar”.

Y con todo se refería a: la Enciclopedia del Mundo Gay de las estanterías, la foto de la loca travestida de dragqueen de la pared del salón, los trece pósters de chulazos que adornaban las paredes del pasillo y las habitaciones, las postales del Día del Orgullo, los ejemplares de la ZERO, los tacones, las plumas, las lentejuelas, la purpurina, los lubricantes… Todo. De repente, la distancia geográfica no servía para huir de la realidad, del rechazo. Marcharse lejos para ser uno mismo y tener que volver al armario a la mínima sospecha de poder ser descubierto no era un buen plan. Pero era el que había.

- Todo, mari, que no se te olvide.

(Continuará).


martes, 22 de enero de 2008

LO TUYO ES PURO TEATRO. Capítulo 1.


Hace ya algunos años, antes de ser decente, docente y burguesa, me largué a Madrid a trabajar un verano y así quitarme de en medio, harta del paro y de los coñazos familiares. Aquella experiencia, dura, sin duda, me proporcionó, empero, el mayor número de anécdotas que pueda contar en mi vida.

Llegué de prestado y repentinamente, así que me hospedé en el agujero que quedaba libre en un cuchitril que una loca amiga mía se repartía con otras dos amigas como ella (de locas, digo). Compartíamos, ambas, habitación y cama, aunque eso no era ningún problema para quienes gozaban de hábitos que tenían lugar en las caras opuestas de la jornada: ella dormía de día y yo de noche, y muy pocas veces coincidimos en la misma sábana. Cuando yo madrugaba para hacer mi rutinario trayecto: Argüelles - San Bernardo - Bilbao - Alonso Martínez -TRANSBORDO - Gregorio Marañón - Nuevos Ministerios - Santiago Bernabéu (les recordamos que la estación de Nuevos Ministerios permanecerá cerrada debido a las obras de la línea 8-Aeropuerto de Barajas); ella entraba por la puerta hecha una piltrafa de haberse estado desparramando durante horas por las discotecas más chic del barrio de Chueca, donde ponían un musicón, mari, de escándalo.

El piso era tan sombrío que había que encender las luces durante todo el día, o sea que, en realidad, malvivía en una caverna de oscuras paredes empapeladas al más puro estilo kitch y cutre de los 70, que hubieran conducido derechito a la sobredosis de barbitúricos al infeliz inquilino que anduviera un poco depresivo. Por el patio de luces (¡contradictorio término para una chimenea semejante!) se mezclaban, a cualquier hora, los chillidos seniles de una vieja delirante, con los cantos caribeños de varias sudamericanas que, o bien se dedicaban al oficio más viejo del mundo, o bien eran simples cajeras del Superplus de la esquina. Cualquiera de las dos opciones hubiera sido válida en un universo tan extraordinario y onírico como el Madrid que yo conocí durante esos tres meses. De hecho, lo primero que vio una paleta como yo al apearse del autobús el día que llegó, fue a un negro, y tanto me extrañé que dije para mí: “Coño, pues sí que estoy en Madrid”. Nunca antes había visto a un negro fuera de los puestos del mercadillo. He de admitir, en mi defensa, que por aquel entonces todavía no había llegado a provincias avalancha alguna de ciudadanos rumanos, búlgaros, polacos o marroquíes, por lo que la inmigración resultaba un acontecimiento ajeno a mi conciencia de licenciada recién estrenada. Vaya licenciada de pacotilla era yo por aquel entonces.

Aparte de los ocupantes habituales, existían también otros vestigios de vida en aquel tugurio: las pelusas de debajo de la cama, los residuos del cuarto de baño, una pecera donde buceaba un bonito banco de peces exóticos (único hálito de vida que se respiraba en la vivienda); una jaula llena de ratoncitos cuya finalidad, en esa casa, era la de servir de alimento a la futura boa constrictor que mi compañera tenía pensado comprarse como mascota... Yo me consolaba rezando al dios de los ateos para que tal caprichito no fuera adquirido antes del otoño, en que tenía pensado regresar al redil. Mis súplicas fueron escuchadas; por eso, desde entonces, soy todavía más atea.

Pero el intruso más regular de esa fonda era el Fernan, que decía dormir en un piso que quedaba a pocas paradas de metro, pero vivía allí con nosotras. Nada más cotidiano que llegar del curro y encontrarse al Fernan fumándose un chicho mientras veía el Mamma Mía del Telemadrid o rasgueaba las cuatro notas de su guitarra española, regalo del curso CCC por correspondencia al que se había adherido. Desayunaba, almorzaba y cenaba en nuestro salón, así que, desde el primer momento, acepté como el Evangelio que en aquel piso viviríamos: tres gays (la Yanqui, el marido y mi amiga), una cucaracha hetero infiltrada (yo) y el Fernan, que era… no sé, un tío que gozaba del sexo femenino mientras alegraba la vista al masculino. Pero el Fernan, por su idiosincrasia y por los momentos tan geniales que me hizo vivir, se merece un capítulo solo para él, al igual que la Fefa, la otra alma mater de aquel verano, así que los abandonaré por el momento.

El caso es que un fin de semana vino de visita un primo de la Yanqui, del pueblo de toda la vida. Un chico jovial, educado y ennoviado, y ajeno por completo a la parafernalia sexual de su primo…

Continuará.

lunes, 7 de enero de 2008

DEJEN DE PREGUNTAR


Hace tres años aproximadamente que estoy embarazada. La gente se me acerca con un además risueño en el rostro a felicitarme. Cuando les pregunto que por qué, con cara de desconcierto (¿me habrán dado el premio literario ése al que no me he presentado?), se les muda la color y entonces se combina toda serie de excusas mal balbuceadas: No, es que el jersey… Es que a mí me han dicho… Pues yo juraría… Será mi hermana, digo. Ahhhhhhhh. Será mi cuñada, aclaro. Ohhhhhhhhhhhh. El más osado se atreve, en lugar de esgrimir unas protocolarias disculpas por la metedura de pata, a soltarme, con un tortazo de complicidad en el brazo: Pues a ver si te vas espabilando. Yo es que me troncho. Me han abordado con ciento y pico de rumores distintos. Desde el popular “Enhorabuena, que ya me he enterado”, pasando por el nunca descartable “¿Y de cuánto estás ya?”, hasta el maquiavélico: “¿Qué has tenido, niño o niña?”. Eso sin desdeñar el lacónico pero eficaz magreo de barriga, que, admito, lejos de estar abdominalizada, tampoco es una panza rimbombante, digo yo. Al próximo que me palmee impúdicamente el michelín pienso contestarle, así, sin anestesia: “Que esto es de zampar, no de chingar, inútil”. El otro día fui al dentista y, antes de cruzar el umbral de la puerta, me saluda la secretaria con este regalo: “Hombre, tú eras la que estaba embarazada, ¿no?”. Hasta el propio dentista se aventuró a congraciarse conmigo: “Pues ya tienes una edad. Mira mi hija, la pobre, con 36 años y sin niños”. Os parecerá que exagero. Pero hace dos meses, en la consulta del otorrino (sí, soy asidua a las consultas médicas, qué le voy a hacer), a la voz de “El siguiente”, entro, me echa una ojeada el doctorcito y me pregunta: “Está usted embarazadita, ¿no?”. Después se excusó basándose en mi ropa holgada. Al día siguiente, siendo ya época navideña, se me ocurrió la brillante idea de obsequiar a mis compañeros de la Sala de Profesores con una caja de bombones. Madre mía, cómo se me ocurriría. ¡Que Blanca está embarazada! ¡Dadle la enhorabuena! Tuve que enfadarme, la verdad.

Yo, sinceramente, no acabo de acostumbrarme al infundio, especialmente del que siempre procura solucionarme la vida con un “¿Y para cuándo lo vas a dejar?”, “¿A ver si te animas, no?”, “Pues con treinta años ya es hora”, “¿Y tú para cuándo?”, etc., etc. Los familiares allegados e inoportunos, con el paso de los años de mi matrimonio, se envalentonan a conjeturar sobre nuestra puntería o validez como hipotéticos engendradores, exhibiendo procazmente su prole o su asombrosa fertilidad. Os ahorraré los comentarios tendenciosos. La mala leche y la ignorancia lo invaden todo. El más compadecido hasta me consuela: “Pues anda que sin hijos VAS A VIVIR poco bien, de muchos problemas te vas a quitar tú si no los tienes…” Yo juro que no doy pie a la especulación, arropada por mi habitual discreción, si bien hay días que reventaba de un hostión al listo de turno. Hoy, sin embargo, entre hastiosa y aburrida, he albergado la peregrina idea de hacer una lista (ya sabéis que me pirro por una nomenclatura), en la que anotaría la frecuencia casi diaria con la que un subnormal (o subnormala, que suele ser más habitual) se acerca para aguarme el día. Hoy ya han sido dos, uno por la mañana y otro por la tarde. Y no paro de contar, porque son las 17,00 horas, y en cuanto me vuelva a echar a la calle, sé que volverá a abordarme una enardecida horda de traficantes del chinchorreo dispuestos a hacer su agosto. A lo mejor hasta les digo que sí, por variar, que estoy preñada de tres años y pico. Igual cuela.