Resultó que el Fernan y el marido de la Yanqui habían pasado aquella inocente jornada de jueves en la biblioteca, y no en una sauna, como sospechaba (la mayoría de las veces con razón) el esposo celoso. A los dos les gustaba leer. A veces comentábamos algunos libros, de García Márquez, por ejemplo. Estas conversaciones literarias me convertían, a ojos del Fernan, en mujer pensante y, por tanto, carecía de interés erótico alguno para él. Porque el Fernan, heterosexual recalcitrante, tenía un gran éxito con las mujeres y gozaba de una habitual promiscuidad. Su vida sexual era tan fervorosa como incauta. Por su cama pasaban varias amantes distintas a la semana y ninguna permanecía en ella más de dos noches. Era guapo. Era fornido. Y eso, en Madrid, la capital del vouyerismo por excelencia, era autopista directa hacia el éxito. En una ciudad enorme, el sincretismo de razas, tribus urbanas, profesiones y roles sociales te acaba engullendo si no lo asumes como algo cotidiano. Los demás no se preguntan de dónde has salido, te miran, te clasifican, te seleccionan o te desechan. Y para poder elegir hay que mirar. En el metro, el las calles, en los centros comerciales. Y hay que imaginar qué hay detrás de unos ojos, de una sonrisa, de un pantalón. Y eso les da un morbo que te cagas.
Si para el Fernan había dos tipos de mujeres: las pensantes y las amantes; la Yanqui tenía otra taxonomía distinta para clasificarlas: las nacidas mujer… y las otras, como el Ulises. Al Fernan solo le gustaban las primeras. Así que yo, rodeada de hombres todo el día, no interesaba ni a unos ni a otros: era un ser asexuado, como los ángeles. Y vivía feliz aquella tranquilidad célibe. No creo que haya habido ningún otro momento de mi vida en que un novio pudiera estar más tranquilo de mi fidelidad. Asesinada por el cielo. Entre las formas que van hacia la sierpe y las formas que buscan el cristal, dejaría crecer mis cabellos (Poeta en Nueva York, adaptación).
Recuerdo que, nada más aterrizar en la capital, lo que hice tras soltar mi macuto, fue preguntarle a la loca por un centro de salud y por una biblioteca. Lo primero, por la hipocondría de sobras conocida por todos; lo segundo, porque de alguna manera tenía que matar el tiempo en los trayectos diarios de una hora en el metro. En el improvisado bulto de ropa que había traído desde el pueblo, no me habría cabido libro alguno, aunque hubiera querido. Me miró con sarcasmo al responder:
- Ay, mari, qué preguntas haces, ¿un centro de salud? ¿Tengo yo cara de tener algo malo? ¿Y una biblioteca? ¿A qué te crees que me he venido yo a la ciudad? ¿A culturizarme? No, hija, no. Yo te enseño Chueca, te enseño la Ohm, los afters, la calle Montera, la Casa de Campo... en fin, tú sabes. De libros y cosas raras tendrás que preguntarle al Fernan. Yo ni idea, de verdad te lo digo.
Finalmente hallé una biblioteca por allí cerca, que frecuentaba con los otros dos lectores de la casa. El marido de la Yanqui (un “marido” simbólico en aquellos años), solía encontrarse ocioso y no tenía ningún inconveniente en acompañarte a donde fuera. Su rutina consistía en: levantarse tarde, hacer algunas abdominales frente al espejo del salón para perfeccionar su narcisismo y, después de un desayuno nutritivo, lanzarse a las calles a mirar. Mirar era también su hobbie favorito: escudriñar, contemplar, descubrir, vislumbrar, suponer, observar, escrutar, vigilar, fisgar, indagar, conjeturar. Menos trabajo, buscaba de todo: tíos buenos, travestis macizas, mujeres de escándalo, lugares de ambiente, indumentarias extrañas, peinados exóticos, indigentes estrambóticos… Le encantaba mirarse a sí mismo en todos los escaparates. Era un voyeur más. Antes del mediodía llegaba a casa y leía mientras esperaba a que llegara la Yanqui y le calentara la comida. Aquella vez había tomado en préstamo El banquete. No lo leía por esnobismo: realmente le gustaba Platón. Era una paradoja más en aquel piso de vértigo: un tiarraco como un ropero que no trabajaba (nadie sabía por qué extraña razón), buja como los demás aunque sin pluma aparente, y asiduo tanto a las saunas gays como a los textos más preclaros de la filosofía occidental. Definitivamente, un expediente X. Después de comer, la Yanqui se volvía a El Corte Inglés y él buscaba a alguien con quien pasar la tarde. Y muchas de las veces ese alguien era el Fernan, que lograba siempre unos chollos de media jornada en los que se tocaba la barriga la mayor parte del día. La última vez que lo vi era conserje en un ministerio. Cómo diablos logró aquel puesto sigue siendo una incógnita para mí.
Otra pregunta sin respuesta científica era qué puñetas hacía el Fernan viviendo entre homosexuales. Porque huelga decir que al Fernan todos los gays lo adoraban. Era un bello objeto de deseo platónico para ellos, conscientes de que no podrían nunca conseguir nada más que su generosa tolerancia. Él encajaba en cualquier parte, y por eso siempre estaba invitado a todos los saraos. Conseguía acceder a las fiestas privadas, a las discotecas más selectas, al famoseo más inn de Chueca. Casi todo le solía salir gratis porque siempre había alguien dispuesto a pagarle las copas y demás golosinas de la noche, con tal de tenerle cerca para solazarse y, en un arrebato de entusiasmo musical, darle algún que otro achuchón. El Fernan se dejaba querer.
El caso es que cuando él y el armario-ropero me dijeron que ya estaba puesta la Feria del Libro en el Retiro, me lancé al cuello de aquellos dos haraganes suplicando que me acompañaran. No fue nada complicado convencerlos. Paseando por los senderos del Retiro, fui descubriendo, tras los mostradores de las casetas de la feria, a Antonio Gala, con una larguísima fila de fans, a Elvira Lindo, de Manolito por aquel entonces; a Ana María Matute, igualita que en las fotos; a Carmen Posadas, de pulquérrimo cirujano; a Soledad Puértolas y a Carmen Rico Godoy, a Lorenzo Silva, a Antonio Muñoz Molina, a Benjamín Prados... Pude verlos a todos: jóvenes y viejos, best-sellers y minoritarios, monstruos literarios y productos televisivos, a todos, a todos menos a uno. A todos menos a Umbral. Lo intenté pero me fue imposible. Se me quedó esa espinita… para siempre.
La loca me había encargado que le comprase el libro que había publicado Nacho Duato, pero ese día no firmaba, así que nos fuimos, sin comprar nada, pero más contentos que unas castañuelas. El Fernan se empeñó en que volviéramos andando, total, estamos aquí al lado, y no me quiero ni acordar de las tres horas y media que tardamos en llegar a casa. Que ya estamos aquí. Que no queda nada. Que falta solo media hora. Que en metro vamos a tardar más. Me juré a mí misma que el Fernan no me la volvería a jugar de esa manera, pero en pocos días… volvería a caer en sus redes. Porque al Fernan le encantaba hacerte andar. Pero ése es otro cantar.
Cuando llegamos, acezando, a casa, después de recorrer los varios kilómetros que conducían desde el Retiro a Fernando el Católico, a mí se me había olvidado por completo que al día siguiente tendríamos visita. La Yanqui ya se había encargado de separar las dos camas de su cuarto matrimonial y de esconder bajo llave todo indicio de pluma. Su primo dormiría en el salón, ahora ya impoluto de cualquier resquicio homosexual. Mi hermana, por pura casualidad, había decidido visitarme también ese mismo fin de semana. Así que, a la vista de que aquello iba a convertirse en el camarote de los hermanos Marx, a la loca, con la poca afición que le tenía al piso, no le resultó nada difícil tomar la decisión de pasarse viernes, sábado y domingo de fiesta, para así dejarnos la cama libre a nosotras dos. Por su parte, la Fefa tendría prohibido, bajo ningún pretexto, acercarse a menos de 500 metros al domicilio durante aquellas setenta y dos horas de alerta máxima, en que no podría producirse ninguna revelación secreta.
Con la loca de juerga, dos buenas chicas en casa, y un mulo con voz de macho como compañero de habitación, al estilo “mili”, la Yanqui no correría ningún peligro. Pobre. Lo que se tarda en planear, infraestructurar y ejecutar una trama, y en qué pocos segundos consiguen desmontarla una chica decente, su hermana, una loca borracha y, cómo no, el Fernan.
Continuará.